¿Te acuerdas?
Tú y yo en un tren. El mundo era suficientemente pequeño como para sentirlo latir bajo nuestros pies, y lo suficientemente grande como para descubrir en él un sitio en el que perdernos cada día. Aquella luz que mezclaba amaneceres con atardeceres y que bañaba todo de dorado haciendo que las calles ardiesen. Aquel reloj que marcaba las horas y que deseábamos parar y despertarnos cada mañana con el comienzo de un día infinito. Aquella sensación de no necesitar más de lo que llevábamos encima. De buscar en esos rincones los anhelos olvidados. Esas vías de tren, esas carreteras en las que nos perdíamos con la complicidad como equipaje. Ese olor a libertad, a verlo todo tan fácil. Sin rumbo fijo. Esos ideales y esas ganas de abandonar lo burdo, la rutina y de escapar con la imaginación como estandarte. Ese calor en el suelo cuando empezaba a anochecer, que nos retenía dibujando en medio de cualquier plaza. Ese hambre de aprender el pasado mediante el tacto. Esas ganas de olvidar la cordura, de dejarnos llevar, de olvidarnos del mundo aun cuando formamos parte de él. Esa felicidad plena que no nos permite dilucidar si es o no ensoñación. Esa sensación que con el tiempo se vuelve más y más real. Todos esos instantes. Todos esos recuerdos que, a la vuelta, nos hacen ver que hemos cambiado.
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