Mi vida sin mí comienza cuando el ritmo del día a día me encasilla en la monotonía del transcurso de las horas, los días, las semanas... Me acuesto tarde, madrugo, como poco y es una mera necesidad del ser humano que sigo siendo, o mucho y entonces me traga mi propia ansiedad. Amanecer, trabajar, trabajar, anochecer. Reloj en mano con tic tac inexorable. Me acostumbro al ruido del despertador, al pulso de la ciudad desperezándose aún en la noche. Los semáforos que no han dejado de funcionar, ahora sí que regulan el tráfico. El frío me corta la cara, contrastando el calor de la ducha matutina.
Algún que otro día me acuerdo de la cantidad de cosas positivas que me rodean y doy gracias a cualquiera que favorezca ese estado de ánimo. A veces, salgo de la ciudad y recuerdo los horizontes lejanos que marcaron mi infancia y mi forma de ser. El sonido del mar acompaña las caricias de una mano cálida que siento como mía. El sol me baña la cara y el viento mece las olas. El olor del salitre se mezcla con el aroma que horas antes ha salido de un frasco de perfume. Hay mucha luz, y los colores resultan estimulantes. Adoro sentir el tacto de la piel, el roce suave y sutil sobre mi mejilla.
Quizás, ese mismo instante es la vida real y el mundo cotidiano sea esa odisea, ese viaje tan largo que nos hace olvidarnos de nuestro hogar y de nuestros sueños. ¿Por qué esa realidad dura tan solo unos segundos? Sentada en esa roca me planteaba si podría ser así siempre.Quedarme allí. Mi vida soñada. Mi lugar en el mundo.
Comentarios
Publicar un comentario