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Colecciono instantes. Mucha gente se dedica a coleccionar. Mi padre, por ejemplo, fue un gran amante de la filatelia en su infancia. Mi madre prestó un especial interés por los dedales durante algunos años. Una buena amiga siente una enorme pasión por las mariquitas de papel, sobre todo aquellas engalanadas con vestidos victorianos, lo que produce que cuando cualquiera de su círculo  viaja a Londres, tenga el deber de buscar esa pequeña tienda de juguetes escondida en Covent Garden.
Los objetos a coleccionar siempre son variopintos, desde tarjetas, postales, papeles, entradas de cine, bolígrafos… lo cierto es que no caemos en la cuenta de por qué motivo guardamos esas cosas.
Puede que la primera constancia que tengo de ser coleccionista me viniese inconscientemente cuando era pequeña. Tener constancia de aquello que había sucedido en mi vida, ya fuese bueno o malo, u observar el presente sintiendo ya la necesidad de grabarlo para el futuro. Sí, colecciono instantes, puede que muchas veces de manera obsesiva, como si los necesitase para sobrevivir, como si al cerrar los ojos y transportarme a aquel momento me curase de una insaciable necesidad básica, una evasión.
Colecciono instantes, quizás porque es mi manera de luchar contra el olvido, contra el abandono y el paso del tiempo. Puede que sea una simple manera de combatir el miedo. Tal vez necesite conservar felicidad para los malos momentos, y tristeza para saber valorar lo bueno que venga.
Ahora que siento cada vez más el ritmo inexorable de una vida que avanza, vuelvo al origen, al instante matriz de todo. He aprendido a grabar detalles, a seleccionar lo que me interesa y a elegir todo aquello que no quiero olvidar. Una sonrisa, un olor, una voz que ya no volveré a escuchar jamás, una caricia, un reproche, las dimensiones de una realidad desde la perspectiva infantil, el color del cielo, la brisa contra mi cara… y siento, como todo coleccionista, que todo ello es únicamente mío.





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