París era una fiesta. Aquello no era solo una ventana, sino un mirador. El mundo ya no era el mundo, sino la imagen del amplio horizonte de una ciudad romántica. Los atardeceres iluminaban la plaza con retales dorados. Sonreía al contemplar que, literalmente, aquella era la ciudad de la luz. El paso del día, me dejaba la misma sensación de los impresionistas de querer captar en su esencia los tintes de cada instante.
Miraba por aquella ventana durante horas. Leía y escribía. Dibujaba y cantaba. Por primera vez sentía que era la protagonista de una historia. Si hubiese paseado por la calle, sin duda me habría dado cuenta de la muchacha que se asomaba a una ventana en un sitio como ese. Sin embargo, esa muchacha era yo.
Por las noches, mientras la música de los artistas callejeros subía hacia mí, cuando el calor del día dejaba paso a la dulzura de las noches estivales, pensaba. La gente no dejaba de pasear, fundiéndose en el caos multicultural de los lugares mundiales de peregrinación por excelencia. Me preguntaba quiénes serían, qué harían allí y qué sentirían. Algunos paseaban tranquilamente, como queriendo empaparse de ese rincón. Otros, por el contrario, tachaban de sus mapas mentales o ponían una bandera más en los sitios en los que "todo el mundo debería ir una vez en sus vida". Por último, quizás los menos numerosos, o los que pasaban desapercibidos, sentían una frívola indiferencia o una molestia contemplando a los demás.
Yo desde mi ventana, observaba todo esto y sentía. Sentía el pulso de una ciudad cargada de solera, un lugar en el que el tiempo deja esa huella visible en sus entrañas, o una pátina invisible a primera vista, pero profunda para aquellos seres sensibles. Miraba por mi ventana, queriendo grabar cada instante en mi retina, cada olor y cada soplo de airte que me rozaba la cara. Quería soñar, que ahí o allí, en escalas variables y bajo el mismo cielo de esa ciudad, la gente hacía el amor, se odiaba, luchaba por salir adelante, pensaba en acabar con su vida, daba gracias a la vida mientras acostaba a sus hijos, paseaba, disfrutaba, deseaba huir de allí, o simplemente miraba por la ventana y lo comprendía todo... Comprendía que, aunque nadie más lo sintiese, París siempre sería una fiesta.
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