Hacía mucho tiempo que no me acordaba de aquella mujer. Resultó inevitable que el comentario que acababa de escuchar no me revolviese. No era nada fuera de lo común y de lo esperado, y sin embargo, su recuerdo en mi cabeza era atemporal. El paso del tiempo no había hecho mella en ella. Siempre la había admirado. Quizás no era alguien excepcional, increíble o interesante. Realmente creo que nadie lo es salvo en la mente de los demás. Para mí lo era, incluso siendo consciente que ese halo, esa imagen, pertenecía a mi mundo de infancia.
Aquella mujer había sido tan importante para mí que cuando dejé de verla, su ausencia me perturbó sobremanera. Era entrañable, permisiva, alegre. La tienda que regentaba era el mayor de los paraísos existentes en aquella villa marinera y a pesar de no compartir genética, disfrutaba de su compañía sin ser consciente del lazo familiar que se iba tejiendo entre ambas. El destino nos separó. Volver a verla fue un regalo no concedido. Perder el último buen recuerdo, un miedo profundo. Crecer, pasar por el mismo lugar donde tanto tiempo pasé y olvidar su rostro, un consuelo barato.
Cuando esa frase, recién escuchada, fue pronunciada por mi cabeza, miles de recuerdos envueltos en polvo comenzaron a resurgir. Una niña rubia tras el mostrador. Las partidas de las tardes de verano con olor a café, puros, edulcoradas por el suave y agradable perfume de mujer. Un regalo. Una voz. Un perfume. En ese momento descubrí que crecer también es olvidar, o recordar cayendo en la cuenta de la ignorancia. A duras penas sé mucho de esa mujer. Me habría encantado compartir más horas y días en aquel refugio que ahora pertenece al mundo de los sueños.
Esto, sin ambición y con humildad, es mi despedida y agradecimiento.
Comentarios
Publicar un comentario