El otro día tuve el placer de escuchar a Ara Malikian en directo. Si no le han escuchado nunca les aconsejo que busquen su música, compuesta por el maravilloso guitarrista Fernando Egozcue. Solo se me ocurre una palabra. Complicidad. La clave del éxito de esta gira (sin obviar que ambos son unos músicos fantásticos) es la complicidad que existe entre ellos y que inunda el escenario del teatro en cuanto salen. Ara pone la pasión desbordada, los saltos, lo maetral, mientras que Fernando discreto y cauteloso, se mantiene en un segundo plano y abraza su guitarra de una manera tan atractiva que al final no sabes si lo que ves es la figura de una guitarra y un hombre, o la silueta de dos amantes.
Supongo que no hay nada que les parezca trascendente, pero llegados a este punto, me encontré a mí misma reflexionando. No sé cuanta gente habría en la sala, ni tampoco si mucha de esa gente iba convencida o a la aventura de sorprenderse. La cuestión es que, en mi embriaguez de emoción, con la piel erizada, las manos inquietas y los pies marcando el ritmo, me pregunté si alguien en esa sala era capaz de sentir lo mismo que yo. Entiéndanme, es muy fácil que a dos personas, tres, mil millones... les guste una canción, pero ¿creen que todas sentirán lo mismo al escucharla?
Quizás no me importa tanto el sentimiento único en sí, ni el tipo que pueda ser, sino el hecho de estar en una sala llena de desconocidos a los que no has visto nunca y con los que probablemente no te vuelvas a encontrar, y compartir esas dos horas de existencia o ese segundo en el que el lamento lastimero de un violín consigue que una lágrima se les escape a tus ojos.
Comentarios
Publicar un comentario